¿FELIZ O AMARGAMENTE CASADOS?


La amargura en el matrimonio es muy común. Cientos de matrimonios que comienzan llenos de felicidad, al cabo de un tiempo terminan separados, con una experiencia muy amarga. Sin embargo, no quiero focalizar la atención sobre ellos, sino sobre aquellos que se atrevieron a continuar, pero que en el transcurso de los años han visto sus vidas deterioradas por una constante tensión.
La vida matrimonial la componen dos personas que deciden amarse para toda la vida. En esta relación, cuando uno de los dos equivoca el camino mostrando su faceta más egoísta, hace que la otra parte experimente el dolor de la amargura.
¿Qué es la amargura?
¿Qué es la amargura? Según se describe, se asemeja a puntadas en el corazón. Es una molestia permanente. Un sentimiento de incomodidad y desagrado. Un estado emocional en el cual la persona (el cónyuge) siente que no hay nada más que hacer. La angustia, la tristeza, la impotencia, el dolor, la resignación han llegado a un punto máximo en el cual no hay salida. Es un punto muerto, de soledad y vacío. Es un pozo oscuro en el interior del alma, donde sólo existe dolor. Emociones, pensamientos y voluntad son impregnados de un horrible sabor.
Todos en algún momento hemos sentido en mayor o menor grado amargura; es parte de nuestra humana naturaleza. Pedro, el discípulo de Jesús, experimentó en su carne la amargura; sufrió al considerar su deplorable conducta. Frente al dolor del fracaso, lloró amargamente (Lc. 22:62). Pero albergar raíces de amarguras, esto sí es un problema serio. Tan serio que tiene graves consecuencias, especialmente en la vida espiritual. La amargura, al permanecer, ocupa un lugar en el corazón y se extiende estorbando la operación de la gracia de Dios en la vida del creyente. Por esta causa somos exhortados en la epístola a los Hebreos diciendo: “Mirad bien, no sea que alguno deje de alcanzar la gracia de Dios; que brotando alguna raíz de amargura, os estorbe y por ella muchos sean contaminados” (Heb. 12:15).
Piensen un momento en lo vasto de la gracia Dios. Dios es abundante en gracia, pero ésta puede ser entorpecida en un corazón que cultiva raíces de amargura.
De allí que también Pablo, en la carta a los Efesios, advierte este problema y exhorta a los hermanos diciendo: “Quítense de vosotros toda amargura, enojo, ira, gritería y maledicencia, y toda malicia” (Ef.4:31).
Una mala elaboración de lo que ocurre en el matrimonio hará que el corazón dé lugar a un sentimiento inapropiado, y pasado el tiempo corre el riesgo de convertirse en una raíz.
Características de la amargura
La amargura tiene tres características que la hacen ser muy perjudicial en la vida de los esposos creyentes.
Primero, tiene un sustento racional lógico. Es decir, lo que ocurrió efectivamente es real y racionalmente explicable. Tu mente se armará de un constructo racional que explicará lo que ocurrió, validando tu sentimiento al dolor y dejándote esclavo de dicha situación. De esta manera, la amargura se fortalece sustentada en una explicación racional, de hechos o circunstancias, en los cuales hará que te ubiques en una posición de víctima. Por lo tanto, tus pensamientos dirán: “Él (o ella ) fue quien pecó; yo soy inocente”; “Él (o ella) voluntariamente lo hizo; no es suficiente que me pida perdón”, etc.
Segundo, quien haga de oyente a la explicación de tu amargura, te encontrará la razón. De manera que si un hermano te escucha, lo más probable es que termine pensando: “Pobrecita(o), la(o) compadezco”; “No me gustaría estar en su pellejo”; “Qué tremenda prueba”; “Tiene toda la razón”, etc.
Tercero, ningún oyente se atreverá a cuestionar tu relato, pues si se atreve a contradecir tu argumento, corre el gran riesgo de ser catalogado como inmisericordioso, mal amigo(a), mal hermano(a) y falto de amor cristiano.
¿Se dan cuenta lo perjudicial que es llenarse de amargura? Es una prisión interna, del corazón, donde no hay lugar para nadie más que para tu dolor. Efectivamente, es ser esclavo de sí mismo, una sutil trampa en la cual los esposos se dejan embaucar, y luego, sin darse cuenta, están atestados de amargura, la que traerá consigo enojo, gritería, y maledicencia. (Ef. 4:31).
Las amigas de la amargura
Ahora bien, como si esto fuera poco, existen por lo menos tres sentimientos asociados, que son como amigas de la amargura, y que participan activamente del proceso.
La primera es la autocompasión. Este sentimiento es, en otras palabras, sentirse víctima de los demás. El cristiano comienza a poner los ojos en sí mismo y en el dolor que le embarga, acarreando una suerte de sentimientos hacia sí, de conmiseración, de compasión. Como si el centro de la atención de todo el universo fuese él (o ella). Entonces los pensamientos te dirán: “Pobrecito de mí”, “Siempre me pasa lo mismo”, “Tengo el cielo ganado por sufrir tanto”, “Él (ella) tiene que venir a pedirme perdón”, “Yo no hice nada malo”, etc.
La segunda es el resentimiento. La memoria juega una muy mala pasada, puesto que se activa poderosamente en volver a recordar, y por lo tanto a revivir, lo ocurrido. Una y otra ves se ‘re-siente’ todo lo que se vivió en aquella ocasión. Algo así como una memoria de elefante viene súbitamente para recordar aún los detalles más escondidos de la situación, trayéndolos a colación una y otra vez. Como rumiando, masticando la amargura y extrayendo de ella todo su amargo sabor. De manera que en cada discusión o desacuerdo sacarás una y otra vez el episodio que tanto te duele, enrostran-dolo a tu esposo(a).
La tercera es la paranoia. Este es un estado afectivo en el cual se comienza a interpretar la realidad de acuerdo a tu subjetividad, donde se siente que todos se han confabulado en contra de tu persona. Toda la realidad pasa por el filtro de lo ocurrido; por lo tanto, todos participan, de una u otra manera –coludidos– planeando tu destrucción. Así, un esposo(a) celoso comenzará a interpretar las llamadas telefónicas, los saludos de los hermanos(as), las salidas de compra, los horarios, los ruidos, las amistades, etc. ¡Qué tragedia! Todo esto parece una invención, pero lamentablemente es parte de nuestra humanidad.
Ahora, por un momento, piensen en las tres características antes señaladas de la amargura, súmenle sus tres grandes amigas colaborando activamente. Y pregúntense: ¿habrá lugar para la gracia de Dios?
La amargura no sólo impedirá alcanzar la gracia de Dios en tu interior, sino que todos los que estén afuera serán contaminados, especialmente tus hijos, pues de la abundancia del corazón habla la boca. Cuando ha llegado a afectar tu hablar significa que la amargura comenzó a tomar forma en tu interior. De modo que tus pensamientos irán trabajando a favor de sentimientos amargos, y pronto tu voluntad asumirá una postura frente a la vida, una actitud de desprecio por ciertas personas, especialmente por quien es el causante de tu dolor. Así toda el alma será presa de sí misma.
Posteriormente, tu vida espiritual comenzará a ser afectada, ya no podrás orar tranquilo, ni leer las Escrituras. Te comenzará a molestar la comunión con los hermanos. La vida espiritual matrimonial te disgustará, encontrarás hipócrita a tu cónyuge, perderás cada vez más el gozo de ser esposo(a), y por último, también el gozo de la salvación.
Y como si esto fuese poco, siendo el ser una sola unidad, (espíritu, alma y cuerpo), tu cuerpo también se verá afectado, recibiendo, como último eslabón, el efecto pernicioso de la amargura. Somatizarás enfermedades y dolores difíciles de diagnosticar, que acarrearán una calidad de vida cada vez más pobre y deteriorada. Como, por ejemplo, en la carta de Santiago se exhorta a algunos hermanos que están enfermos a sanarse, llamando a los ancianos de la Iglesia, confesando sus faltas, y perdonándose unos a otros ¿No será que estos enfermos han llegado a este estado por tener raíces de amarguras acumuladas en contra de los hermanos ancianos? (Stgo.5:14-18).
¡Qué triste cuadro, qué penoso llegar a esta condición! Todo por la actitud del corazón.
La necesidad de perdón
¿Querrá Dios vernos llegar a tal estado? Claro que no. Por eso el remedio es uno solo. Para ser libres de toda esta trampa en la cual el corazón se ha entregado, el perdón es el remedio al corazón que sufre de dolor.
El perdón es un acto simple y sencillo, pero es imposible para la carne. La carne se resiste del todo al perdón y clama por una justicia no según Dios, sino de castigo y venganza.
Un corazón así, primero necesita ser perdonado y luego perdonar. Un esposo(a) cristiano debe reconocer que la posición de su corazón ha estado equivocada, por lo que necesita liberarse de sí mismo y recibir la frescura del perdón. Pedir perdón a Dios por lo equivocado de su corazón. Someter los razonamientos al examen de la Palabra, la cual discernirá los pensamientos y las intenciones del corazón. (Hb. 4:12). Pedir perdón a Dios verdaderamente te hará libre.
Una vez teniendo clara conciencia de tu pecado –aún tu oración muchas veces ha estado teñida de tu egoísmo– estás libre por Cristo para perdonar. Tal vez alguien diga: “Es que yo no puedo perdonar”, y la respuesta ante eso es: “Efectivamente, no puedes perdonar”. Por eso es que necesitas a Cristo; en Él se nos ha dado una vida diferente, la vida eterna por medio de la cual somos vencedores.
Cristo es nuestro perdón, y es también quien perdona. La vida de Cristo opera a través de la nuestra, ofreciendo el perdón a quien, incluso –según nuestro perturbado juicio– no lo merece. Así de grande es la bendita obra de Cristo. Haz un cambio en tu oración. No ores más: “Padre, ayúdame a perdonar”, sino “Padre, dame más de Cristo”.

Marcelo Díaz P.

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